Economia


El enigma Argentino
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En una reunión internacional celebrada en 1989, al advertir las increíbles cifras de la hiperinflación argentina, un amigo chileno, indudablemente molesto, me dijo: "Ustedes siempre llaman la atención, ya sea porque les va mucho mejor o porque les va mucho peor que a los demás. ¿Cuándo van a ser normales?" No es por nada que un lugar común entre los economistas internacionales es que hay cuatro clases de países: los desarrollados, los subdesarrollados, Japón y la Argentina. Japón porque, no teniendo los recursos necesarios para desarrollarse, sin embargo, se desarrolló. La Argentina porque, teniendo todo para desarrollarse, consiguió no desarrollarse.

Esta contradicción ha sido designada, en más de una ocasión, como el enigma argentino. Narcisistas como somos, nos queda al menos el consuelo de que nuestro "enigma" atrae de vez en vez la atención de los estudiosos internacionales, que se empeñan en develarlo. Tal es el caso de los dos recientes premios Nobel de Economía, Finn Kydland y Edward Prescott. En un trabajo titulado "La década perdida y la subsecuente recuperación de la Argentina" (Argentina´s Lost Decade and Subsequent Recovery), Kydland ha escrito junto a Carlos Zarazaga un sorprendente análisis sobre nuestros años ochenta y noventa. El trabajo es uno de los capítulos del libro que están por publicar Tim Kehoe y Prescott, el otro premio Nobel, quien ha preparado una introducción al volumen donde también analiza el caso argentino en términos afines con la tesis de Kydland y Zarazaga cuyas conclusiones, que pasamos a comentar, ofrecen una visión innovadora, diríamos revolucionaria, sobre lo que nos pasó en los años noventa y lo que podría volver a pasarnos en los años dos mil si no reaccionamos a tiempo.

El crecimiento económico de un país resulta de la conjunción de dos factores. De un lado, un aumento de la productividad. Del otro, la afluencia de capitales. Por "productividad" se entiende el promedio de producción por hora de trabajo de la población ocupada. La afluencia de capitales puede dar lugar, si es suficiente, a lo que los autores denominan "capital intensivo". La suma de una alta productividad y de un capital intensivo es la fórmula del desarrollo económico, siempre que ella se mantenga a lo largo de varias décadas. Así ha estado ocurriendo en países "estrella" de nuestro tiempo como China, Irlanda y España. Pero no en la Argentina.

¿Qué faltó en los 90?

Lo que llama la atención en el trabajo de Kydland y Zarazaga no es, sin embargo, que la Argentina no haya logrado lo que lograron países estrella, ya que esto es evidente, sino por qué no lo logró.

Durante los años ochenta, la Argentina decreció económicamente a un ritmo del 2 por ciento anual por habitante empleado. En los primeros siete años de la década del noventa creció a un ritmo cercano al 5 por ciento anual, también por habitante empleado. De 1998 hasta 2003 retrocedió como el cangrejo y está creciendo otra vez ahora.

¿Cuál ha sido la imagen convencional de los años noventa? Que la Argentina creció gracias a una fenomenal afluencia de capitales, sobre todo extranjeros. Durante este lapso, la Argentina atrajo el 30 por ciento de los capitales que llegaban a América latina, encabezando de este modo la lista de los países receptores en nuestra región.

Pero, basados en cálculos de un estricto rigor científico, Kydland y Zarazaga sostienen que esa afluencia, lejos de ser abundante, fue insuficiente. ¿Por qué crecimos entonces? Porque, al desprenderse el Estado de un alto número de trabajadores redundantes en virtud de las privatizaciones, el rendimiento por trabajador empleado, es decir, la productividad, aumentó sustancialmente. Esto fue negativo socialmente porque trajo como consecuencia el alto desempleo que todavía nos aflige, pero no por causas económicas sino porque el Estado no supo, como lo supo hacer España en parecidas circunstancias, amortiguar los efectos de la transformación económica con un oportuno seguro de desempleo.

Pero éste fue el costado social de los años noventa. En su costado económico se generó en cambio el alto crecimiento de la década gracias al aumento de la productividad apoyado a su vez por la incorporación de las nuevas tecnologías que lo hicieron posible, ya que el trabajador rinde más sin necesidad de trabajar más cuando tiene a su lado una máquina, una computadora, una organización, que potencia su esfuerzo.

Contra lo que generalmente se cree, pues, la Argentina de los noventa no fue suficientemente "capital intensiva". Vinieron capitales, pero no vinieron todos los que hacían falta para precipitar el diluvio de inversiones que necesitábamos.

Combatiendo al capital

Ahora bien: ¿por qué no vinieron todos los capitales que necesitábamos? Según los autores, por falta de confianza. No se olvide que en 1988, cuando el presidente era Alfonsín, la Argentina entró en default y que en 1990, cuando era ministro Erman González, congeló los depósitos bancarios. Si bien las circunstancias mejoraron después, siempre hubo dudas sobre la consistencia argentina. Al prolongar en exceso la convertibilidad del uno a uno, al incurrir en inmensos déficit presupuestarios, al rematar su mala conducta económica con el famoso "corralito", el default y la devaluación-pesificación asimétrica que vinieron después, la Argentina no hizo más que confirmar las sospechas de los inversores, demostrando que no es un país jurídicamente seguro. Teniendo como tenían tantas otras opciones en el mundo, los capitales se fueron a otra parte. Y no sólo los capitales extranjeros. La desconfianza, en efecto, no tiene bandera. Que haya 130.000 millones de dólares de argentinos en el exterior, casi nuestra deuda externa, basta para ilustrarlo.

Si pese al flujo que nos asombraba la afluencia de capitales no fue suficiente en los años noventa, ¿qué podríamos decir de los años 2000? A las razones que han cimentado la desconfianza de los capitales en el pasado inmediato ha venido a sumarse ahora una clara hostilidad a los inversores privados, que si bien se recubre del nuevo ánimo nacionalista que ahora nos domina, afecta por igual al capital extranjero y al nacional. Sea por las fallas de la década anterior, sea por la ideología de moda de esta década, la Argentina no demuestra ser, en suma, un país capitalista. No confía, no cree, en los capitales privados. ¿Podríamos asombrarnos si ellos le responden con su propia reticencia?

Hace una semana Carlos Zarazaga me ofreció por radio el diagnóstico final de nuestras desventuras: el problema de los argentinos, dijo, es que cada vez que están convalecientes de un mal anterior ya creen que se han curado. Lo creímos en los años noventa. Podríamos llegar a creerlo otra vez ahora. Hemos salido de terapia intensiva, pero no podemos por eso correr por el parque. Si lo hacemos, de aquí a algunos años la realidad volverá a internarnos. Solamente si, a partir de una renegociación exitosa de nuestra deuda externa, nos convertimos en un país tan amistoso y atractivo para los capitales como ya lo somos para los turistas, emprenderemos de una buena vez la marcha tantas veces demorada del desarrollo económico.



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